Paradojalmente todo comenzó cuando al finalizar la última gran guerra del capitalismo occidental, pudieron verterse esfuerzos y dineros para mejorar las condiciones de los pueblos.

El estado de bienestar trajo como consecuencia el aumento de la esperanza de vida, y de pronto, aquello de que el fin de la vida concluía en una demencia, la demencia senil, resultó falsa: entonces millones seguían a edades avanzadas enteramente normales, y esa demencia pasó a ser una enfermedad, aunque no se tuviera ni la más remota idea de por qué ocurría.

Ya entonces, digamos que fines de la década del 70 del siglo pasado, comenzaron a tejerse todo tipo de conjeturas, que muchos despistados siguen sosteniendo aun hoy día. La esclerosis del sistema sanguíneo cerebral fue el paradigma causal durante algunos años, a pesar de que Perusini, contemporáneo del anátomo patólogo Alzheimer ya había mostrado que no ocurría tal cosa (hace más de 100 años). Y le siguieron como causa el aluminio, otros metales pesados, el colesterol, las hormonas, los golpes en la cabeza, la acetilcolina y tantísimas más, a razón de una por mes, o menos. Hasta que el boom de la creencia de que la genética lo habría de solucionar todo llevó a montar miles de laboratorios de genética y se apropió de este problema postulando esa causa, aunque los genetistas poblacionales y muchos estudios puntuales demostraron lo contrario: poblaciones de cierta etnia negra residentes en EEUU tenían una prevalencia de demencia muy superior a los de la misma etnia pero residentes en su Africa natal, y muchos otros estudios de ese estilo y más profundos también. Misteriosamente alguien rescató la presentación a comienzos del siglo XX de un caso en un ateneo interno del Hospital de Munich en que el anátomo patólogo Alzheimer halló unas estructuras que no había visto antes por fuera y dentro de las neuronas y las relacionó con los celos enfermizos que al parecer tuvo esa mujer 5 años antes, cuando fuera encerrada por su marido y el director del hospital por cinco años sin vínculo personal alguno ni tratamiento médico, y que muriera de septicemia generalizada, a pesar de las numerosas denuncias de enfermería. Si hoy día un estudiante del ciclo preparatorio nos viniera con esa conclusión sobre ese único caso y ese contexto, le diríamos simplemente que abandone la ciencia y se dedique a la literatura fantástica. Pero no, los genetistas contemporáneos identificaron a los genes que gobiernan la producción de esas estructuras halladas por Alzheimer, y a ellos se les adjudicó la causa. Pero haciendo las cosas bien, al comparar y contrastar personas demenciadas y no demenciadas, se halló que también estas tenían esas estructuras y esos genes. Alrededor de un tercio de todos nosotros tenemos esas estructuras (amiloides), que ahora al parecer no están en vano ni son patógenas sino protectivas del resto de las neuronas cuando redes de ellas han dejado de funcionar. Y muy recientemente, un grupo de los más importantes laboratorios desarrollaron en conjunto una sustancia que logra hacer desaparecer esos amiloides, concluyendo que el resultado ha sido…que no pasa nada, que no hay mejora alguna. La hipótesis de los amiloides como causa se ha derrumbado, a pesar de que los han pasado ahora a la categoría menor de factor de riesgo y se resisten a abandonarlos. La idea de que un proceso que es lento, oscilante, que ocasionalmente remite en ciertas condiciones externas, que siempre está asociado a una pérdida substancial que arrastra tras de sí a la identidad misma de la persona, lo que ella es o cree ser o poder ser, que a partir de allí comienza a cortar los lazos con una realidad que ya no la contiene, la idea de que ese proceso se debe a una sustancia química refleja la incapacidad de comprendernos como sujetos y suponernos meros objetos, similar a lo material de Marte. Simplemente, una disputa milenaria.

Sobre el autor
Luis María Sánchez de Machado,
Biólogo, profesor universitario, investigador-
Director del Centro de Investigaciones Cognitivas, Argentina.

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