Microbioma intestinal: reconocerlo y mantenerlo ordenado
Si gozas de buena salud y eres diligente respecto a la higiene, tendrás un rebaño de un billón de bacterias pastando en las llanuras de tu cuerpo, unas 100.000 por cada centímetro cuadrado de piel.
Están ahí para reciclar los 10.000 millones de escamas de piel de las que te desprendes cada día, más todos los sabrosos aceites y los minerales que afloran de poros y fisuras. Y ésas son sólo las que viven en la piel; hay billones más alojadas en el intestino y en los conductos nasales, aferradas a tu cabello, nadando por la superficie de tus ojos, operando sobre el esmalte de dientes y muelas. El sistema digestivo alberga más de 100 billones de microbios de muchas especies. Como los humanos somos listos para fabricar antibióticos y desinfectantes, es fácil creemos qué las hemos arrinconado. No lo creas. Este es su planeta, y estamos en él sólo porque ellas nos permiten estar. Lo dice Bill Bryson en su libro “Una breve historia de casi todo”.
Actualmente la medicina está tomando conocimiento de varios hechos revolucionarios: los contaminantes ambientales, los disruptores endocrinos (químicos que alteran la función hormonal), los telómeros (mecanismos del envejecimiento), la epigenética (el ambiente modulando la expresión genética).
Pero la gran revolución viene de la mano de la comprensión del microbioma humano, a partir de la publicación en 2012 por parte del Instituto Nacional de Salud de EEUU, del primer mapa genético del cuerpo, gracias a la tecnología de los secuenciadores de genes. Allí la ciencia comprendió que somos más bacterias que células (10 a 1) y que tenemos más genes bacterianos que propios (150 a 1). El impacto de este nuevo conocimiento es la consideración del papel fundamental de la mal llamada “flora” digestiva en la salud. Antes de esta novedad, se llamaba “flora” a las bacterias intestinales, asociándolas a vida vegetal. Ahora se habla de microbioma o microbiota, y a su desequilibrio se lo conoce como disbiosis o disbacteriosis. Este desorden aparece implicado (directa o indirectamente) en todas las patologías que se investigan bajo esta óptica: enfermedades autoinmunes, digestivas, cardiovasculares, hormonales, sobrepeso, diabetes e incluso la enfermedad de Parkinson y los trastornos psiquiátricos. Por ello es tan importante conocer más sobre nuestro bioma, para tratarlo correctamente, evitando y corrigiendo sus consecuencias.
Existen colonias bacterianas en el intestino delgado, el estómago, la boca, las cavidades nasales, la piel, el sistema genitourinario, el tracto respiratorio… y sobre todo en el colon, donde se comprueba la presencia de trillones de microorganismos de 33.627 especies diferentes (bacterias, arqueas, levaduras, hongos y virus). Esta población, interactiva y dinámica, pesa cerca de dos kilos y a todos los efectos debe ser considerado un órgano más (por comparación, veamos que el hígado no llega a ese peso y el cerebro no llega a 1,5 kg).
Ahora comenzamos a comprender que se trata de un ejército de microorganismos (unos 100 millones de millones, o sea 14 ceros) que principalmente pueblan el colon (el último tramo del intestino, justo antes del recto), y que día y noche digieren, protegen y limpian, impidiendo que micro organismos dañinos se desarrollen e invadan la zona. Estos “soldaditos” controlan tu apetito, tu digestión, tu comportamiento e incluso tu salud mental. Nuestros cuerpos son un complejo ecosistema en el que las células representan un insignificante 10% de la población. Esta microbiota, compuesta por bacterias, virus, hongos y protozoos, tiene una relación con nosotros de beneficio mutuo: les damos alojamiento y alimento y estos seres microscópicos realizan un sinfín de tareas beneficiosas para nuestra salud. Esta diversidad de vida (cada persona tiene su propia flora intestinal, tan individual como su huella dactilar) cohabita y coopera, tal como ocurre en los jardines. Cuidar el propio jardín es responsabilidad de cada persona: resembrarlo con frecuencia, eliminar las malas hierbas, abonarlo, cuidarlo diariamente… o bien abandonarlo, como seguramente hemos hecho en los últimos años. Por esto último, lo que era un bonito jardín, rápidamente se ha convertido en un horrible baldío y en un nauseabundo vertedero (putrefacción intestinal, moco colónico), refugio de especies nocivas (hongos, patógenos, virus) que provocan enfermedades. Pueden identificarse miles de especies de bacterias en este mundo interior cuya importancia hemos subestimado durante mucho tiempo. Sus genes, contienen una información capaz de movilizar operaciones bioquímicas de todo tipo. Si cada uno de nosotros existe gracias a los 23.000 genes heredados del óvulo y el espermatozoide, somos además portadores de una fábrica bioquímica increíblemente más rica. El metagenoma, que es el nombre que recibe el conjunto de genes de las bacterias que viven en nosotros, es infinitamente más rico que nuestro propio genoma. Amplios estudios, como el Meta HIT o el Human Microbiome Project, han permitido contabilizar más de tres millones de genes en el cuerpo.
Obviamente la alimentación es el principal condicionante del ecosistema. Pero hay otros factores que afectan la composición de las poblaciones bacterianas que viven en el tubo digestivo: el tipo de parto que tuvimos (vaginal o cesárea), el entorno bacteriano en que vivimos, la lactancia, la contaminación ambiental y el estrés. Los científicos concuerdan en que la vida urbana moderna, la alimentación industrializada, el uso de antibióticos e inclusive las cesáreas innecesarias, han contribuido a un «empobrecimiento» de la comunidad microbiana, y esto está vinculado a ciertas dolencias, como la enfermedad celíaca, el asma o la obesidad.
¿Y para qué sirven las poblaciones bacterianas que viven en nosotros? Nuestra microbiota interviene en numerosas funciones. Las bacterias intestinales ayudan a digerir los alimentos, y los subproductos de las bacterias son a su vez útiles nutrientes. Alrededor del 75% de la vitamina K es producida en los intestinos por las bacterias. Además, producen vitaminas esenciales (B12) y ayudan a absorber vitaminas que provienen de los alimentos. Puede incluso decirse que son las bacterias las que determinan el aprovechamiento y asimilación de nuestros nutrientes.
Un ejemplo de esta interacción lo vemos en animales como las vacas, que no se alimentan de las pasturas que ingieren. Las utilizan para alimentar microbios que viven en su organismo. Lo que en realidad constituye su comida son los subproductos del metabolismo de los microbios. Y nosotros, los seres humanos, también hemos establecido vínculos similares con nuestros colonizadores. Por ejemplo, no poseemos todas las enzimas necesarias para digerir vegetales, así que necesitamos la ayuda de los microbios que viven en nuestro aparato digestivo para procesarlos. Cuando fermentan estos vegetales en nuestro intestino grueso, generan ácidos grasos de cadena corta, una fuente de energía fundamental para las células humanas. Y también nos proveen vitaminas esenciales para la vida, que no podríamos obtener de otra forma.
Sobre el autor:
Néstor Palmetti
www.nestorpalmetti.com

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