Un despertar sin precedentes se está produciendo en el seno de la humanidad. Algunos seres humanos lo captan espontáneamente y sus vidas cambian de inmediato. Otros lo viven como una especie de “malestar” cotidiano que no logran desentrañar. Las variables son múltiples.

En tiempos antiguos, las grandes transformaciones espirituales ocurridas en el seno de nuestra especie se asociaban a ceremonias mágicas o sobrenaturales. Apenas unos pocos “elegidos” lograban discernir el fondo y la forma de las modificaciones que se producían, en tanto la multitud seguía prestando atención a los rituales obsoletos del mundo que se desintegraba a su alrededor.

Lo “sagrado” y lo “divino” se encasillaba dentro del marco religioso, sujeto a la interpretación y el designio de una casta sacerdotal privilegiada que monopolizaba los significados trascendentes de todo lo que se iba modificando en el campo de la percepción individual. Casi nada de esos conocimientos se transfería a la sociedad como un todo, pues eso habría alterado las relaciones del poder político en el plano temporal.

Hoy, la “visión divina” actúa como Ojo del Universo y es una especie de cámara estelar equivalente a un portal sagrado que conduce a un estado de consciencia que ilumina la dimensión antropocósmica como nunca antes en el pasado. En esa situación, el meditador dinamiza el accionar del Tercer Ojo como receptor de luz y energía de fuentes primordiales activas en el universo. Libre de los condicionamientos del mundo “profano” mediante recursos meditativos, nuestra glándula pineal –ubicada en el centro de nuestro cerebro– regula la acción de la luz sobre nuestro cuerpo: su estimulación “ilumina” los potenciales naturales de nuestro ser real. Es clave para el discernimiento, la intuición y la consciencia cósmica. Es patrimonio irrenunciable de los visionarios.

Hay una diferencia crucial entre religión y espiritualidad. La primera es una forma institucionalizada de culto, una organización que sostiene valores consagrados y una doctrina irrefutable. La segunda es una energía autónoma, ilimitada, que no tiene propietarios. El geoteólogo Thomas Berry afirma que todo ser humano posee dos dimensiones: la universal y la individual, el Gran Ser y el pequeño ser. Destaca que por eso nos exaltamos cuando estamos en medio de los árboles, escuchamos himnos sagrados, vemos los colores de las flores o del cielo al atardecer, o cuando observamos el fluir de un río. La fuente de inspiración es un encuentro con el Gran Ser, la dimensión donde experimentamos la realización. O sea, la consumación de haber nacido para ser y estar en el universo. Sin ella somos entes incompletos.

No constituye una percepción exclusiva de los pueblos indígenas: dentro de nuestras tradiciones también existe la convicción de que nos resulta imposible sobrevivir aislados del Gran Ser. Por eso, nuestra tarea como humanos es “volvernos parte del gran himno de alabanza que es la existencia. Esto es llamado pensamiento cosmológico. Cuando se participa del misterio sagrado, en ese momento se sabe qué significa ser plenamente humano.”

Sobre el autor
Miguel Grinberg
mundogrinberg.blogspot.com

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