Hasta no hace demasiado tiempo se creía que el “cerebro” de la célula estaba en su núcleo, donde latía el ADN con su “carga genética”.
Es decir que los seres vivos veníamos más o menos programados y cumplíamos el mandato del ADN. En otras palabras estábamos determinados genéticamente. Los que se oponían a esta creencia del determinismo genético, hablaban en cambio del determinismo del “ambiente”. Es el ambiente, -afirmaban-, quien posibilita que una célula se vuelva específica de una determinada función, se vuelva sana o se enferme. Traducido en términos hogareños se solía decir “de tal palo tal astilla” o bien “de ese ambiente en el que fue criado este niño ¡qué podés esperar!”.
En el siglo XX Bruce Lipton y otros científicos descubren que el “cerebro” de la célula no estaba en el núcleo sino en una suerte de membrana que lo recubre, es decir que el ADN no “decide” qué proteína producir o no producir, sino que simplemente cumple la orden que le da el verdadero cerebro de la célula que es su membrana. La membrana cumple una doble función: impedir o dejar entrar, es decir procesar la información que recoge del medio ambiente. El dato, por cierto sorprendente-, resulta ser doblemente liberador. Ahora sabemos que no es el ADN pero tampoco el ambiente lo que determina la producción de proteínas y la replicación misma de las células. Lo determinante es el procesamiento de las señales del ambiente que hace el cerebro (la membrana celular en el caso de los unicelulares). En palabras de Lipton “el ADN es el motor pero el que conduce es el cerebro”.
En el caso de los seres multicelulares, como los seres humanos, los controles del comportamiento necesarios para asegurar la supervivencia están incorporados en sistemas centralizados de procesamiento de la información a los que denominamos “cerebros”. Cada célula no toma una propia decisión sino que debe acatar las decisiones de un cerebro, ya sea decisiones referidas a emociones originadas a propósito del entorno medio ambiental o las decisiones generadas por la propia mente (creencias). Pero la lógica de funcionamiento es esa misma que en los organismos unicelulares. Lo verdaderamente determinante no es la herencia genética ni el medio ambiente por sí mismo, sino las creencias desde las cuales procesamos las señales que nos llegan del afuera. Pudieron haberse muerto de ataques cardíacos a los 40 años mis bisabuelos, mis abuelos, mis padres…pero ello solamente incide en mí en la medida en que yo crea que me va a pasar lo mismo y procese todas las señales y tome todos los recaudos en función de esa profecía. Lo que la vuelve fatal a esa profecía es mi creencia en ella, lo que yo mismo me hago para que se cumpla fatalmente en mí. Yo le envío al ADN esa orden. El ADN a través del ARN producirá o dejará de producir las proteínas y toda la fisiología congruente con el cumplimiento de esa creencia. ¡Las creencias son mandatos biológicos!
La pregunta es pues ¿Qué sucederá si cambiamos de creencias? ¿Podemos “elegir de nuevo” nuestras creencias? Los médicos conocen el “efecto placebo”. Un paciente al que se le suministra una pastilla de azúcar pero que la toma desde la creencia de que es un remedio nuevo, costoso, muy eficaz… se cura.
En su famoso libro “Biología de las creencias” Bruce H. Lipton (1) cuenta el caso de un hombre anciano al cual le hacen un reportaje luego de una supuesta operación de rodillas. El hombre habla con entusiasmo de lo bien que le hizo esa operación e ilustra su caso diciendo: “fíjese usted que yo vivía en una silla de ruedas y sin embargo ahora todavía juego al básquet con mis nietos” Recién entonces se entera que nunca fue operado, sino que fue llevado a la sala de operaciones donde lo anestesiaron y luego los médicos sostuvieron las conversaciones típicas de una operación, en tiempo real. Luego hizo los mismos tratamientos de rehabilitación de quienes habían sido operados, hasta ser dado de alta. Evidentemente ese pensamiento positivo, esa energía vibracional positiva de concebirse a sí mismo curado, de sentir y alegrarse de haber sido curado, es lo que finalmente lo había sanado. Su cerebro y su corazón le ordenaron al ADN producir las proteínas necesarias. Todo él se predispuso para que ocurriese la fisiología congruente con la opción “estoy sano”. Gilbert Ryle en “El concepto de lo mental” sostiene que la energía es un medio más eficaz de alterar la materia que las sustancias químicas (remedios). Sólo faltaba decirle “tu fe te ha salvado”, como en los casos del paralítico, el ciego o el sordo narrados en los evangelios.
Sin embargo no es tan fácil para todos cambiar de creencia. Para erradicar una creencia es preciso generar otra: concebirla, sostenerla, desautomatizar discursos y actitudes ligadas a la creencia indeseada. La mayoría de las cosas que hacemos: como caminar, hablar, masticar…las hemos aprendido hace mucho tiempo. Eso que ahora hacemos tan sencillamente y sin pensar es una red neuronal es decir una serie de circuitos interconectados construida desde el seno materno hasta la actualidad. Gracias a ese aprendizaje previo ahora estamos pudiendo leer esta información, mientras respiramos, digerimos, esperamos un turno, etc. Esa carga subconsciente representa aproximadamente un 95 % y nos permite disponer de un 5% de decisiones conscientes. El problema es que dentro de ese 95 % hay algunos mandatos ancestrales, legados histórico-familiares, y, sobre todo, un mandato que nos viene produciendo malestar. Obstaculiza nuestros proyectos con severas advertencias que nos generan culpas, miedos que nos bloquean, angustias que nos agobian los deseos más “nuestros”. Es muy difícil que alguien se dé cuenta por sí mismo cuál es ese mandato que lo viene rigiendo, porque no lo procesa como un deseo “de otro en mí”, sino que lo cree suyo (su propio destino). El famoso “cristal” a través del cual miramos y que nos hace ver todo de un determinado color pero nos impide ver el cristal mismo que todo lo tiñe de ese color.
Es preciso identificar ese mandato que viene rigiendo y perturbando al sujeto y a su vez poder formular un “mandato propio” y sostenerlo, “naturalizarlo”. Ello supone a su vez haber descubierto que uno no “es” lo que hasta ahora creyó que era por lo que le dijeron y por lo que él mismo se repitió desde niño: “soy un tonto, soy incapaz, no merezco, soy desprolijo, soy una mala persona, más vale malo conocido que bueno por conocer, más vale pájaro en mano que cien volando y no por mucho madrugar amanece más temprano…
Es preciso descubrir (des-cubrir) que somos lo que decidamos estar siendo en cada momento. Que cualquiera de los próximos instantes de mi vida puede ser infinitamente más importante y dichoso que los muchos años que he vivido hasta ahora, si me atrevo a creerlo. Creer es crear, porque al creer se modifican las condiciones a-priori de la percepción, es decir que nos volvemos capaces de registrar las oportunidades. Oportunidades que providencialmente aparecen. Oportunidades que en realidad ya estaban allí, esperándonos, pero que antes no las podíamos percibir. Todo es cuestión de elegir de nuevo empezando por elegirse como autor del propio destino.
Sobre el autor:
Lic. Alberto Ivern
Facebook: Todo deseo se cumple
Ver Lipton, Bruce H., La Biología de las Creencias

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