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Saber disfrutar

(Es todo lo que hay que hay que saber para una vida mejor)

El sol envolvía las hamacas, los toboganes y los subibajas; mi hijo Lucas no paraba de jugar hacía una hora aproximadamente. Solo. Jugó toda la hora solo porque yo le había explicado que tenía que hablar con el tío Juan que estaba un poco triste. Con angustia, el tío Juan cubrió su cara con sus manos y mi brazo lo contuvo por su espalda. “¡Papá!”, escuché a lo lejos en ese momento. “¡Vení, dale!”. Percibí que mi hijo había dejado de jugar y estaba sentado en la arena mirándonos con cierta preocupación. Dejé a mi hermano y fui hacia mi hijo que se había apoderado naturalmente de la arena circundante.

“¿ Qué le pasa al tío Juan?”, me preguntó con toda su inocencia de nueve años de vida. “Piensa que está equivocado con algunas cosas que hace”, le contesté. “¿Se portó mal?” continuó el pequeño. “No, no, está confundido. Algunas veces los grandes no sabemos todo” traté de explicarle. “Pero, ¿Hay que saber todo cuando uno es grande?”, indagó Lucas con una mágica coherencia.

Tomé la mano de mi hijo porque mi voz me falló súbitamente. Él también se quedó en silencio, pensativo y así caminamos hacia donde estaba sentado mi hermano debajo de un árbol, sobre un césped de verde intenso y húmedo. “Tío, ¿Por qué querés saber todo?” lo encaró. A partir de ese instante, sólo se escuchó el chasquido de las cadenas de las hamacas, los gritos de los nenes jugando, algunas palomas comunicándose… pero ninguno de los tres habló por casi infinitos segundos.

Mi hermano, con sus ojos vidriosos, miró a mi hijo e intentó desarrollar una idea. A pesar de que era un niño, el tío Juan era de la idea que era mejor no mostrarles una actitud de divinidad grandiosa a los chicos y no avergonzarse si uno tenía ganas de llorar porque ellos podían comprender a los grandes también. Yo no estaba tan de acuerdo con eso pero en fin, así era su tío, un tierno engendro de filósofo y apenas llevaba puesto un poco de cordura. “No sé a dónde quiero llegar, no sé qué quiero hacer en mi vida, no sé a dónde voy, ni si quiera sé si mi trabajo es el ideal para mí, no sé si mi estudio es el indicado. Me parece que estoy equivocado” le contestó como si le estuviera hablando a su psicólogo y prácticamente vomitando sus emociones. Lucas frunció el ceño, salió corriendo hacia un túnel color verde manzana, se metió allí dentro y desapareció de nuestra vista. Pensé que estaba asustado y me preocupé. No miré bien a mi hermano y al instante entendió el por qué. “¿No te parece mucho para él? Tiene apenas nueve años”. Juan se quedó en silencio sin decir nada. Así transcurrieron algunos minutos hasta que por una rendija circular del túnel verde apareció la carita de Lucas: “¡Tío, vení a jugar conmigo!”.

“Yo no puedo entrar ahí”, le gritó mi hermano a la distancia. “Sí podés”, replicó Lucas. “¡Dale, ¿Por qué no me atrapás?!”, lo demandó desafiante. Mi hermano salió a correrlo y se metió en el túnel. Por el otro lado, lo vi salir a Lucas y, al rato, a su tío. Con adecuadas fintas que se deslizaban en la arena, a mi hermano se le complicaba atraparlo y, además, al ser un niño todos los movimientos para esconderse y escabullirse le resultaban mucho más fáciles que al tío Juan. Lógicamente al ser más chico parecía más rápido, más ágil, incluso hasta me parecía más sabio en toda su expresión: disminuyó la velocidad y Juan lo abrazó y cayeron juntos en la arena a sinceras carcajadas. Mi hermano quedó boca arriba y Lucas por encima de él. Pensé: “Se lo ve un poco ahogado a mi hermano, el chiquito tiene más resistencia; pareciera tener una mayor entereza”.

Decidí acercarme y mientras lo hacía observaba a mi hijo reluciente y a mi hermano, mucho mejor. Cuando llegué me arrodille junto a ellos. “Tío, ¿Te gustó correrme?”, le preguntó Lucas. “Claro que sí”, le respondió y los dos estaban muy sonrientes. “¿En algún momento pensaste hacia dónde corríamos?” le cuestionó mi hijo. El mismo sonido del chasquido de las cadenas de las hamacas, los gritos de los nenes jugando, las palomas comunicándose… pero de los tres nadie pudo pronunciar una palabra. Al silencio lo interrumpió el tío Juan: “No, no sabía” contestó con timidez mi hermano. “Yo tampoco sabía – agregó Lucas – pero estuvo muy divertido y nos reímos un montón”. “¿Disfrutaron mucho de jugar juntos?”, se me ocurrió preguntarles para suspender el típico sonido dominante de la plaza cuando el silencio se ponía en escena. “¡Sí, claro!, me contestó mi hijo y después de una pausa reflexiva afirmó: “Entonces, tío, no estábamos equivocados”.

“¿Cómo es eso Lucas?” le pregunté para saber qué es lo que estaba tratando de deducir. Mi hermano, atento y perplejo, solo escuchaba. “Cuando te reís siempre está todo bien, no te equivocás”. “Yo no me río muy seguido” le aclaró mi hermano. “Debés estar equivocado entonces tío” selló mi hijo. “Tal vez el tío debería dejar de preocuparse hacia dónde corre o hacia dónde va. Lo importante es que su trabajo, su estudio y las cosas que hace en su vida lo hagan reír, ¿No es cierto?”, aporté a una conversación tan simple como compleja. “¡Sí!”, contestó mi hijo y cuando iba a continuar hablando se detuvo en el tiempo y pensó por un instante que finalmente resultó fugaz. “Por ejemplo, tío, ¡Podríamos Jugar mucho más!”, soltó con una sabiduría fantástica que nos maravilló.

Sobre la autora
Daniela Manfredi
danitamanfredi@hotmail.com

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