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Lacito de amor

La cinta es una de las plantas de interior de más fáciles de cultivo. Apenas necesita humedad. Tolera los sitios oscuros y no muere fácilmente por sequía porque acostumbra a almacenar agua en sus raíces. También resiste los tiempos fríos y da la bienvenida al calor. Su espíritu vigoroso le permite crecer en abundancia. No demanda abono.

Curiosamente al lacito de amor, también se lo conoce como «mala madre». Todo depende de cómo se vea la relación con sus brotes: es mala madre porque mantiene alejados a los hijos; o es lazo de amor porque mantiene un vínculo con los retoños y mientras éstos no se fijen en el suelo, dependerán de la madre y ésta se debilitará.

El buen o mal maternazgo también tendrá que ver con el modo en que se analice esa relación. Los vínculos son tan sutiles que es muy poco probable que dos estudiosos los vean del mismo modo. Aún cuando existan lecturas amenazantes sobre una relación de crianza, es sólo en situaciones extremas en que el mote de «lacito de amor» se cambiará por el de «mala madre».

El ser padre es claramente una construcción. Uno no nace de ese modo, no existe una universidad que prepare y gradúe en la materia; casi siempre el sujeto se inspira poco en sus progenitores, los especialistas se contradicen históricamente y también en simultáneo sobre lo correcto y lo indebido en material de crianza. Entonces, ¿cómo encontrar el camino seguro que conduzca a una sabia paternidad? No hay recetas.

La sociedad nos ha inducido por centurias a considerar que la misión más altruista de una mujer es ser madre. Uno se ha formado con pautas cuasi publicitarias de un «fabricante» de mamás que incita a «comprarlas» por docena, a partir de mensajes melosos como que su amor es ilimitado y eterno; o que siempre estará para escuchar lo que su hijo tenga para decir; o que tendrá las palabras para confortar cuando sea necesario y la respuesta justa ante las dudas; será quien ame cuando nadie más lo haga y a cualquier precio; o que estará siempre sin pedir nada a cambio.

No existe intención de derribar el afecto real, el vínculo sano y la labor copiosa, mayormente desinteresada, que las madres han hecho a lo largo de la historia. Si se quiere rever el concepto dado de que cualquier persona, por el hecho de procrear o de criar, se convierte en un ser magnánimo. Este concepto elevado de la maternidad ha afectado en todos los casos a las mujeres que se cuestionaron a sí mismas sobre su rol de bondad en la educación de sus hijos.

Cierto es que la cualidad de ser o no bueno como padre no parte de convertirse en ello, sino de las actitudes y capacidades que desarrolle la persona en el proceso. Y, como tal, tendrá que crear su «ser padre» a partir de sus propias experiencias; cometerá sus errores, arrastrará su propia historia de la infancia, aplicará o no recursos que le fueron dados por sus progenitores y en ese devenir será a veces el «lacito de amor» y en ocasiones “la mala madre”.

Cualquiera que mire la experiencia extrema que significa convertirse en padre como un analista ascéptico, que puede alejarse de todos los clichés, verá que el trámite no es nada excelso. La sola cuestión de pensar en incorporar a una persona al universo y que ese nuevo individuo dependerá de uno al menos por dos décadas, y que ese vínculo nunca se cortará (pensar en «siempre», cuando uno es finito, es aún más grande que la propia vida), es un cambio que impacta radicalmente en la psiquis. Es cierto, si se mira desde la vereda de enfrente, que desde que el mundo es tal, se ha desarrollado este cuasi trámite con total naturalidad; aunque esto no quita que la experiencia, habitual en la gran parte de los seres vivos, sea estremecedora.

Si fuera posible volver más normal el hecho de ser padre y menos «premio Oscar», podríamos sobrellevar el momento con todo lo que implica: lo feliz (que lo es) y lo intolerable (que también lo tiene).

Cuando se logra bajar del pedestal de idealización a la experiencia, es posible racionalizarla y aceptar que (casi como en la vida) tener hijos aporta ciertas cuotas de felicidad. Pero no existe ese momento datado en el que puede decirse «ahora soy feliz», sino que es un paraguas general que puede alcanzarse como estado reflexivo. A la vez que es posible aceptar que el día a día tiene demandas crueles, figuras espantosas y experiencias exigentes que pueden destruir la fuerza y capacidad de cualquier adulto.

Que se tome con más normalidad y aceptación de lo bello y lo no tanto, que se permita la expresión natural de lo que es grato y lo que no, que se pierda el miedo a decir «hoy tengo ganas de matarlo», tal vez permita aliviar la carga, tomar con paz esas sensaciones y elaborarlas, sin esconderlas.

Sobre la autora
Flavia Tomaello
Autora de “Mala Madre”, Editorial Urano.
www.flaviatomaello.com

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